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La lectora impaciente

SIETE BRAZOS EXTENDIDOS

Estaba sentada con el brazo extendido mirando la tele.

Eran siete brazos extendidos por donde penetraba lentamente el líquido.

Algunos llevaban alguna revista o un libro, otros se quedaban aparentemente dormidos durante esas horas que se hacían interminables como si los minutos no tuvieran valor en esas sesiones que les prolongaban la vida.

Fuera esperaban los otros brazos, las otras pelucas, las esperanzas puestas en ese líquido venenoso que circularía por sus cuerpos y mataría todo, lo malo y parte de lo bueno.

Mientras, en la tele, seguían hablando de las corruptelas o del último amor del matador de toros porque el mundo, a pesar del miedo y los sueños de los que miraban  el aparato en ese recinto blanco, seguía funcionando.

Muchas veces quería gritar que el mundo se detuviera, que se quedara allí como si fuese la única oportunidad para que su vida continuara, sin el líquido por sus venas, coronada por la cabellera que había perdido a grandes mechones, con el sabor de un buen plato de comida, sentido anulado entre tantas otras cosas por ese líquido infernal.

Se acercó la enfermera a cambiarle la bolsa y la lágrima rodó hasta llegar a la comisura de sus labios, secos y descarnados.

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